¿Que Europa quiere España?

Una participación más decidida. Publicado originalmente en esglobal.

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No muchos creían, algo más de una década después de haber ingresado en el club comunitario, que España sería capaz de entrar en el euro. Sin embargo, si la adhesión a las Comunidades Europeas marcó el fin del aislamiento exterior de España, formar parte de la moneda única desde sus inicios ratificó la voluntad española de participar, con todas sus consecuencias y con toda su profundidad, en un futuro europeo común.

La vocación europeísta de los gobiernos y de la sociedad española se manifestaron desde el principio en la calidad de los profesionales que fueron incorporándose a las instituciones comunitarias, en su intensa contribución a los debates y el diseño de políticas y en las altas cifras de apoyo de una opinión pública que veía en la Unión, mayoritariamente, un factor positivo para España. La prosperidad económica y social que experimentó el país se vinculó siempre a los beneficios de pertenecer a la UE; y a ello se sumó el éxito de la transición política, referencia frecuente para los Estados del antiguo bloque soviético que se incorporaban al club. Había una clara voluntad de estar en la cabeza de las ideas y de los progresos hacia una Europa más fuerte y más integrada.

Dicha voluntad fue diluyéndose de algún modo en los años previos a la crisis, ya fuera por dar paso a otras prioridades, por falta de estrategia o casi hasta por desidia. La realidad es que cuando llegó la tormenta económica pilló al país con las defensas bajas también en el terreno europeo, algo que contribuyó sin duda a complicar la situación, al no contar inicialmente con un respaldo decidido por parte de los socios.

Llama la atención que en esa brecha que se ha abierto entre países deudores y acreedores, en esa división geográfica y metafórica entre sur y norte, los primeros no hayan sido capaces de coordinarse y aliarse para plantear una mejor defensa de sus opciones ante los segundos. La apabullante sensación de que no hay alternativas al modelo impuesto por Alemania –cuyo culmen ha sido la resolución (temporal) del caso griego– es la puntilla para muchos ciudadanos, en España y en el conjunto de la Unión, que rechazan el determinismo de la canciller alemana, Angela Merkel, y de los mercados. Qué influencia puede tener esta creciente desafección en el futuro está por ver.

Tres décadas después, la conmemoración de la firma del Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas parece el momento idóneo para reflexionar sobre la Europa que se está (re)construyendo tras la crisis, la Europa a la que se quiere llegar y el papel que España puede y quiere tener en la definición y en la realización de dicho proyecto.

Pese a la pérdida de peso de nuestro país en los círculos de poder europeos, una serie de elementos ofrecen un sólido sustento a una posible renovada influencia española en ese debate. Por un lado, el hecho de estar liderando el crecimiento económico en una Unión todavía renqueante insufla una importante dosis de autoestima y de credibilidad tras años de críticas cargadas de estereotipos; por otro, el que pese a lo dramático de la situación vivida, la respuesta de la sociedad ha sido la protesta pacífica, con su máximo exponente, el 15-M, y no movimientos violentos ni radicales; por último, el que si bien ha descendido el respaldo a la UE por parte de la opinión pública española y aunque Bruselas se ha convertido en numerosas ocasiones en el chivo expiatorio de todos nuestros males, no han surgido partidos especialmente euroescépticos ni, sobre todo, han aumentado la xenofobia y el racismo, como sí está ocurriendo de modo muy preocupante en otros Estados europeos.

Junto a estos factores, España cuenta además con un importante capital humano e intelectual capacitado para aportar una mirada propia al debate sobre la Europa del futuro; podría asimismo liderar un proceso de reflexión que involucre al resto del Sur, entendido este en su sentido más amplio. Se trata de plantear una visión alternativa a la dominante actualmente, que recupere a los ciudadanos, por un lado, y que refuerce la UE como lugar de referencia en un entorno sumamente complicado, para que pueda volver a ejercer de inspirador e impulsor más allá de las fronteras de la Unión.

Es más, la fuerza de la naturaleza y la de los acontecimientos han colocado ya a España en la necesidad de tener que abordar, muy seriamente, algunos de los principales problemas globales, que forman también parte activa de la agenda europea. La batalla contra el extremismo islamista y la radicalización fuera y dentro de las propias sociedades europeas, la gestión de las migraciones o la lucha contra el cambio climático son solo algunos de los frentes en los que la aportación española podría y debería ser considerable.

Cuesta ver en el horizonte, sin embargo, la voluntad política para asumir ese papel. Inmersos en un día a día sumamente complicado y teniendo que recomponer aún muchos de los jirones causados por la crisis, no se percibe la confianza y el deseo necesarios para liderar, casi ni siquiera participar, en esa búsqueda real de alternativas.

No se trata (solo) de recuperar el espíritu de hace 30 años, ni de buscar un camino para que el país que vuelva a pasar por Europa. Se trata de contribuir decididamente a pensar y definir un gran proyecto sostenible y duradero, aquel en el que quiera enmarcarse, además, el futuro de España.

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