¡No nos dejan entrar!

firma2¡No nos dejan entrar en el Mercado Común! Las informaciones de los medios oficiales y los comentarios de los políticos del franquismo expresaban en tonos teatrales su indignación ante tanta ingratitud procedente de Europa.

Allá por el invierno de 1962, en plena dictadura, el gobierno de Franco había solicitado formalmente la apertura de conversaciones con vistas al ingreso de España en las Comunidades Europeas. La respuesta fue clara y rotunda, como no podía ser de otro modo: ningún país que no fuera un Estado de Derecho, con libertades políticas e instituciones democráticas, podía aspirar a integrarse en lo que entonces se llamaba genéricamente el Mercado Común. Era una de las claves esenciales del proyecto europeo, que por entonces contaba con los seis miembros originales, es decir, Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo.

La creación de la Comunidad Económica Europea por el tratado de Roma, en 1957, había dado pie al nacimiento, efectivamente, de lo que estaba destinado a ser un mercado interno, con aranceles comunes para productos del exterior y libre circulación de mercancías, servicios, capitales…y personas, naturalmente. Y todo ello, contando con una política agrícola, también común, que, impulsada por Sicco Mansholt, un agricultor ilustrado y un político visionario, había de convertir a la Europa comunitaria en una potencia autosuficiente en materia alimentaria, gracias a un impulso modernizador que cambiaría los estándares de vida en el mundo rural y haría olvidar las imágenes terribles de las hambrunas de la posguerra.

Para los elementos más irreductibles del régimen franquista, la voluntad de entrar en las instituciones europeas era ante todo un intento de legitimarlo y reforzarlo políticamente. Para los pragmáticos del sistema, era una necesidad, en el sentido de que la economía no podría prosperar si el país estaba condenado a permanecer indefinidamente al margen de ese mercado común en marcha. Y ese pragmatismo es el que dio pie a que ciertas voces se permitieran sugerir la conveniencia, también aquí, de cambiar algo….para que todo siguiera igual.

Para los españoles que sentían el ansia de vivir en un país normal, con elecciones y con libertad de pensamiento y de opinión, Europa era mucho más que un mercado común y un horizonte de ventajas económicas. Era el ideal de libertades civiles y derechos democráticos, de tolerancia y convivencia de ideas y credos políticos diversos, de gobiernos elegidos por el pueblo y alternancia en el poder, de liberación de todo el potencial cultural y creativo del país y de su gente. Queríamos ser como los europeos; queríamos ser uno de ellos.

Por eso tantísimos españoles se sintieron, desde el principio del proceso de integración, tan rotunda y sinceramente partidarios de ir por ese camino, tan inequívocamente europeístas. Y eso representaba una diferencia sustancial con la actitud del Gran Bretaña, que no quiso ni oír hablar de integración o de federalismo, y que, como reacción al nacimiento de la CEE, promovió la creación en 1960 de la Asociación Europa de Libre Comercio, la EFTA. En 1972 Gran Bretaña abandonó la EFTA para ingresar en lo que hoy es la Unión Europea, pero cuarenta y tres años después Londres sigue oponiéndose y esgrimiendo la exigencia de ir a su aire: esto quiero, esto no quiero.

Muerto el dictador, desaparecido su régimen y ya sin impedimentos políticos, los desajustes y disfunciones de la economía española hicieron que el proceso de negociaciones para la adhesión de España, que culminó con aquella histórica ceremonia en el Palacio Real el 12 de junio de 1985, fuera largo y difícil, complejo y casi traumático en algunos terrenos. Pero, aún con las dificultades, con las incongruencias, con los errores e imprevisiones, con las incertidumbres de todo tipo, solo los que no tienen memoria o los que no quieren ver lo evidente, o los retóricos y sofistas de salón, pueden permitirse poner en duda lo mucho que hemos ganado y hasta qué punto ha valido la pena luchar por ello. Es de justicia decirlo.

 

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