Los nuevos muros de Europa

muritosCuando España se adhirió al proyecto europeo, el muro seguía en Berlín. Un año después lo crucé a pie con mi hermano Antonio, que entonces vivía en “Alemania Occidental”. Era un país que tenía aún su soberanía limitada por las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial.

Entonces, atravesamos con un visado de tránsito “la Alemania del Este” en un automóvil matriculado en la RFA. Las normas no nos autorizaban a salir de la autopista, que tenía una limitación de velocidad muy firme. Si sufríamos una avería, debíamos esperar la llegada de la policía de “la Alemania Oriental” para solucionar el problema que tuviéramos. En ningún caso, con nuestro visado de tránsito, teníamos derecho a desviarnos hacia el pueblo inmediato para pedir ayuda mecánica o de ningún otro tipo.  

A principios de 1989, crucé de nuevo el muro en el mismo Checkpoint Charlie. Lo hice en autobús con un grupo de turistas que –en realidad- eran soldados estadounidenses acantonados en Berlín Oeste. Iban con algunos familiares. Los VoPos (Volkpolizei) revisaban los pasaportes y visados de cada cual con gesto pétreo y los ojos fijos. Nos decían si teníamos que mover la cabeza a derecha o izquierda para comprobar que nuestro perfil individual correspondía exactamente al de nuestro documento.

Esa era Europa cuando una España, recién salida de la transición, ingresó en una Comunidad que entonces fue de 12. España provocaba entusiasmos en todas partes.

Después, cayó el muro. Helmut Kohl y François Mitterrand se dejaron ver unidos de la mano mirando el horizonte. Las dos Alemanias se reunieron en una Europa comunitaria que había adoptado como bandera (en 1986) la del Consejo de Europa. Y esa Europa de 12 estrellas pronto fue de 15. Empezó a dudar de sí misma.

En sus márgenes, se desintegró la URSS. Estallaron conflictos armados en diversos países (en los Balcanes, en el Cáucaso, etcétera). Se negociaron los tratados de Schengen, Maastricht, Amsterdam y Lisboa. Europa rechazó a Turquía y a Marruecos. Y mostró su impotencia diplomática en la escena internacional, sus contradicciones (pre) históricas en aquellos conflictos: especialmente en la rota Yugoslavia.

Los del sur dejamos de caer tan simpáticos hacia al norte. Alemania y los nórdicos empezaron a mirar obsesivamente hacia el Este, convertido ahora en área de expansión económica. Allí prevalecía también una inercia de mero seguimiento hacia Estados Unidos, idealizado en casi todos los terrenos. El euroescepticismo calculado de Londres empezó a suscitar simpatías en Praga y en Varsovia. La crisis de la primera década del siglo XXI derivó hacia el debilitamiento furibundo de la Europa social.

En la segunda ocasión en la que crucé aquel muro, yo estaba en Berlín rodando un programa “En Portada” para TVE, sobre los musulmanes turco-berlineses. Tenía conciencia de pertenecer a un proyecto europeo que me parecía más solidario con los derechos y libertades de todos. Y a pesar de discriminaciones diversas, no había el auge actual de partidos xenófobos en varios países europeos.

Desde luego no tengo nostalgia alguna de los bloques, ni echo de menos el Berlín dividido. Celebré su caída como el que más. Pero tampoco me gustan los nuevos muros de Europa: los del cinismo monetario, las instituciones cerradas al cambio, el muro que ahonda las desigualdades, el apartamiento creciente de los países del sur, de los trabajadores y de las políticas sociales, el olvido de la cultura como cemento de la Unión. Tampoco ese monolingüismo que impone un lenguaje unívoco y lo convierte en burocracia ideológica.

De modo que -pensando aquella Europa en la que ingresó España hace 30 años-, me pregunto: ¿Volverán a caer los muros que agrietan ahora el proyecto europeo? Como europeísta convencido, espero que sí, que sea posible.