La Varsovia sombría

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“It is too gloomy ”. Demasiado sombría. Eso me dijo de Varsovia mi compañero de habitación, un carpintero inglés con el que tuve que esperar tres jornadas conmigo en un hotel retirado de la capital de Polonia. Había tomado aquella extraña ruta para ir a la India porque fue el billete más barato que encontré. Al regreso, tuvimos que esperar tres días allí por un problema mecánico del avión.

Tenía derecho a una habitación individual; pero no tardé en darme cuenta de que no la obtendría nunca si no “huntaba” a los recepcionistas del hotel. Su respuesta sistemática era: “¿Acepta compartir habitación de dos camas con otro pasajero?” Comprobé que alquilaban a terceros los cuartos que nos correspondían. No registraban a esos clientes, que pagaban al contado sin ser anotados en los registros. Se suponía que Lot, la línea aérea, ya había pagado por nosotros, debido a la espera involuntaria. Así que supuse que esos empleados del hotel se quedaban con el dinero de los otros clientes a cuenta de la Lot y de nosotros mismos. Resistí siete horas hasta que le propuse al carpintero inglés que nos rindiéramos ante los tipos de la recepción. Fue un compañero tranquilo. El primer día dimos juntos una vuelta por la ciudad nevada, gris, muy invernal, a muchos grados bajo 0. Tuve que pasear solo los otros dos días. El inglés se quedó leyendo en la habitación mientras repetía: “Too gloomy”. Un panorama sombrío.

De la mayoría absoluta y la manipulación de la historia

Me he acordado del adjetivo ahora. Las noticias de Varsovia hablan de “sombrías amenazas a la libertades”. Por vez primera en su reciente historia democrática, un partido ha vencido por mayoría absoluta (con el 37% de los votos, el 19% del censo electoral). El ultraconservador Partido de la Ley y la Justicia (PiS) está liderado por Jaroslaw Kaczynski, gemelo del fallecido presidente Lech Kaczynski quien murió en un accidente aéreo en 2010.

Hay indicios claros de las causas del accidente (una espesa niebla, la imprudente aproximación del aparato, etcétera) que mató tanto al presidente como a algunos ministros y diputados, a miembros del Estado Mayor de las fuerzas armadas, etcétera, etcétera. Inluso parece que el presidente Kaczynski dio órdenes al piloto de aterrizar a cualquier precio y sin desviarse hacia otro aeropuerto. No podía dejar de llegar a la hora prevista para la ceremonia en la que iba a conmemorar (con Putin) el 70 aniversario de la matanza de Katyn, donde decenas de miles de polacos (la mayoría jóvenes oficiales) fueron exterminados por parte de los soviéticos. Durante décadas, la propaganda de Stalin consiguió que se atribuyeran a los nazis aquellas masacres de 1940.

En nuestra época, los ultraconservadores polacos han optado por convertir a las víctimas del accidente aéreo de Smolensk en una especie de Katyn-bis: Rusia puede ser culpable otra vez. Mediante la multiplicación de detalles y teorías conspiratorias, los más paranoicos incluyen a la izquierda polaca en el supuesto complot. Nos recuerda la gestión mediática y política de las teorías conspiratorias relativas a los atentados del 11-M en Madrid. Para la propaganda Kaczynski, el mito Kaczynski está aún más sólidamente implantado. Y es solo uno de los temas patrióticos del pasado que encuentran anclaje torcido en el presente. Todo para consumo político barato.

“Espero que queden espacios para poder hablar de la historia de otra manera”, dice el historiador Marcin Kula en El País (22 de enero). Difícil cuando el ministro de Asuntos Exteriores polaco dice -en serio- querer acabar con la Europa de los “ciclistas vegetarianos”. Parece que se refiere a la nuestra, seamos o no ciclistas y/o vegetarianos.

Deriva en los medios públicos y narrativa mediática

Reiríamos si no fuera porque la primera ministra polaca, Beata Szydlo, y su mentor Jaroslaw Kaczynski han organizado pronto un ataque frontal contra las libertades. Para ellos, se trata de ampliar los poderes policiales en la vigilancia de internet, en el correo electrónico y la telefonía. Y el día de Nochebuena, fue aprobada una ley para controlar la radiotelevisión pública, lo que provocó el cese de la práctica totalidad de sus directores y gestores. En adelante, los nombrará el ministro del Tesoro, Dawid Jakiewicz. En la redacción, han empezado a caer cabezas de todos los niveles.

“Tenemos que acabar con una narrativa mediática con la que no estamos de acuerdo”, ha justificado una portavoz del PiS. Según el corresponsal de ‘Le Monde’ (20 de enero) en Varsovia, en las redes sociales, circulan listas negras de a quienes hay que despedir. El miedo gana espacio día a día entre los periodistas. Mientras, los mismos medios ultraconservadores proponen nombres “patrióticos” para reemplazar a los fulminados o cesados. Claro, hay una prensa "patriótica" dispuesta a ofrecer a los suyos. Entretanto, los 3.000 empleados del servicio audiovisual público serán despedidos; luego, más tarde, su caso será revisado individualmente, antes de ver si los recontratan otra vez. Patriotismo.

La ley del 8 de enero prevé para más tarde un cambio total de los estatutos de la radiotelevisión pública. Sus emisoras y medios deberán convertirse en “medios nacionales”. Es decir, se trata de purgas y propaganda nacionalista.

En televisión, el nuevo director es un exdiputado del PiS, Jacek Kurski. En la radio, una periodista, Barbara Stanislawczyk, sin experiencia audiovisual alguna; aunque sí es una autora de dos libros a destacar. Uno sobre el citado accidente de 2010; el otro se titula “¿Quién tiene miedo de la libertad? La lucha por la civilización cristiana en Polonia”. Fundamental.

Stanislawczyk habla contra la “ideología del género”, de guerras culturales contra la tradición, de los intentos de “destrucción de la familia”, de la Iglesia católica y la necesidad de apoyar la moral cristiana. Diarios privados, como la ‘Gazeta Wyborcza’, de , han sido retirados de las oficinas estatales. También han dejado de tener publicidad procedente de la administración o de las empresas públicas.

En esa Polonia inquietante, el nombramiento de nuevos jueces del Tribunal Constitucional ha añadido más caos en otro frente. Se ha modificado la mayoría necesaria para celebrar un pleno. Ha desaparecido el control previo de las leyes. El ministro de Justicia se ha convertido en fiscal general del Estado. Y ahora hay más miembros del Constitucional de los que prevé la ley (15, pero hay 18). Es difícil saber cuáles son suficientemente legítimos. Varios no han podido jurar o prometer su cargo, porque lo ha impedido el presidente de la República, Andrzej Duda, un personaje próximo a Kaczynski desde hace años. En ese ambiente, determinados “historiadores” hablan de la Polonia “postcomunista” para referirse al país del último período; el de antes y después de entrar en la Unión Europea.

En Varsovia, algunas medidas imitan a Putin, pero lo antirruso predomina. Razones históricas. Y no es incompatible con la desconfianza hacia la vecina Alemania. Se ha llegado a sugerir, por parte de medios oficiales u oficialistas, que Angela Merkel fue alzada a la cancillería por parte de antiguos miembros de la Stasi (la policía política de la antigua RDA).  

En un país donde la influencia del Vaticano es notable, están en peligro los derechos de los homosexuales y el derecho al aborto (con una ley vigente más bien restrictiva). En ese contexto, Plataforma Cívica (PO, según sus siglas en polaco), el partido conservador de Donald Tusk, presidente de la UE, parece ahora casi de izquierdas.

Lech Kazcynski, líder del PiS y que fuera jefe de gobierno bajo la presidencia de su hermano fallecido, es un hombre singular. Siempre se ha dicho que vivía solo con su madre y unos gatos. En su día, hizo investigar la serie de los Teletubbies para comprobar si esos muñecos animaban subrepticiamente a la promoción de la homosexualidad. Sublime, más que subliminal.  

Otra Polonia, otra Croacia

Afortunadamente, hay otra Polonia democrática que resiste y que tiene detrás una historia de resistencia. En medio del invierno, varias manifestaciones multitudinarias han recorrido las calles de Varsovia durante las últimas semanas para protestar contra las medidas citadas.

La Polonia de los Duda, Szydlo y Kaczynski se parece demasiado a la Hungría de Viktor Orbán, aunque éste no tenga empacho en elogiar a Putin cuando lo desea.

Desgraciadamente, no son casos únicos  en Europa. En Croacia, otro país de la Unión, el gobierno anunciado el 22 de enero -que forman mayoritariamente ministros del histórico HDZ (el partido heredero del legado autoritario de Franjo Tudjman)- cuenta con Zlatko Hasanbegovic. Lo califican de “anti antifascista” (¡!). También ha vivido manifestaciones en su contra y ante las puertas de su ministerio, pero lo ha defendido el jefe del Gobierno diciendo que cree “que es un antifascista convencido”.

El segundo cuestionado en Croacia es Mijo Crnoja, ministro de los Antiguos Combatientes. Esa denominación, en un país resurgido no hace tanto de la guerra y la ruptura de la antigua Yugoslavia, no habla de un pasado remoto. Hay que recordar que Croacia proclamó la independencia en 1991 y se mantuvo en guerra hasta 1995.

Las denuncias contra Crnoja, partidario de crear un censo de “traidores a los intereses de la nación”, se han expresado también con humor balcánico. El 27 de enero, miles de manifestantes se declararon gais, gritaron que no iban a misa y que “miraban las películas serbias sin subtítulos”. La exclusión del alfabeto cirílico, más usado por la versión serbia de la lengua serbocroata, es de nuevo motivo de disputa política en Croacia. Hay que recordar que su uso fue uno de los motivos iniciales de conflicto armado, “de las provocaciones”, según algunos, entre Serbia y Croacia.

Por el momento, el HDZ no cuenta con mayoría absoluta y sus socios minoritarios no están dispuestos a seguir las propuestas más nacionalistas del tipo ‘hay que censar a los traidores’.

Débil reacción de la UE

Al referirse (ver semanal ‘Ahora’ del 30 de octubre/5 de noviembre) a la cerrazón de los países del este de la UE y a los actuales debates internos de la UE, Artur Domoslawski, escritor y periodista de la revista polaca ‘Polytika’, ha subrayado: “La reacción de los antiguos países comunistas muestra una profunda crisis de la idea de Europa y de su solidaridad política y económica dentro de la Unión Europea”.

Por el momento, la Comisión se ha limitado a pedir “aclaraciones” a Varsovia sobre sus precipitados cambios legales.

En el pasado, ya la UE admitió el control de Silvio Berlusconi sobre los medios públicos, además de los privados, en Italia. Y más tarde, la Hungría de Orbán ha seguido controlando la totalidad de los puestos de la institución que gobierna la radiotelevisión pública húngara.

Por eso, la posibilidad de que la Comisión retire el voto a Varsovia en asuntos comunitarios –posible desde 2014- es poco creíble. Quedó claro en el debate que tuvo lugar en el Parlamento Europeo el pasado 19 de enero. Beata Szydlo pudo mantener la cara reiterando su idea de Europa y vanagloriándose de su victoria electoral (que obtuvo con el 19% del censo de votantes). Y aunque no faltaron los eurodiputados críticos, también en los bancos conservadores, Szydlo obtuvo apoyos claros por parte de los tories británicos y de diversos euroescépticos. Rechazaron la “interferencia” en asuntos internos polacos.

En las primeras semanas de 2016, vuelvo a recordar aquella Varsovia sombría; aunque sepa que hay otra ciudadanía en Polonia, de la que todos los europeos hemos aprendido cultura plural, debate y lucha por la democracia. Sin embargo, lo que ha sucedido allí en los últimos meses es muy inquietante. Como dijo mi compañero de fatigas inglés, too gloomy.

Ante los atentados de París, la respuesta: más Europa

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Europa estuvo sometida durante gran parte de la primera mitad del S.XX a grandes crisis y tensiones, que tuvieron su máxima expresión en dos grandes guerras mundiales. La primera trajo consigo la desmembración de dos grandes imperios, el austro-húngaro y el otomano. La segunda, la mutilación de Europa en dos grandes bloques: un bloque democrático, capitalista y de libertades y otro sometido a un gran imperio, el ruso, máximo adalid de la ideología comunista que tanto sufrimiento y opresión ha traído a nuestro continente.

Todas estas convulsiones ya las predijo de manera profética el conde Ricardo Koudenhove-Kalergi, fundador de la Unión Paneuropea en su libro “Paneuropa”. Tanto él como su sucesor al frente del Movimiento paneuropeo, el Archiduque Otto de Habsburgo, fueron firmes defensores de una Europa unida, en paz, democracia y libertad, luchando contra el nazismo primero y contra el comunismo después. Así mismo, propugnaron la creación de los llamados Estados Unidos de Europa.

Cinco razones por las que Occidente está perdiendo la lucha contra el islam radical

Publicado originalmente en esglobal.org

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¿Por qué está fracasando la estrategia frente al terrorismo yihadista? Un repaso a las principales equivocaciones que están cometiéndose.

Ni Occidente habla con una sola voz, ni el islamismo radical es un movimiento monolítico. En consecuencia, tampoco puede haber una interpretación única sobre las interacciones entre ambos actores. Aun así, es posible identificar errores -unos interesados y otros como producto de la simple ignorancia- que permiten pronosticar que, si no se produce un giro radical en la estrategia frente a lo que comúnmente se presenta como una amenaza a la seguridad mundial, el fracaso está a la vuelta de la esquina.

El confuso manejo de los conceptos. Sin que tenga ningún derecho de autor sobre la idea, nadie ha tenido tanta influencia a la hora de convertir al islam en el nuevo enemigo a batir como Samuel P. Huntington. En 1993, con su concepto del “choque de civilizaciones”, logró un impacto global con unos argumentos que pretendían no solamente explicar el mundo de la postguerra fría sino también convertirse en el nuevo guía estratégico para unos Estados Unidos al que se le presentaba la oportunidad histórica de liderar el planeta en solitario. El islam -como sustituto del comunismo- pasó desde entonces a ocupar el lugar del “otro”, del “enemigo” obstinado en imponer sus ideas a nivel global por cualquier vía.

La idea -en un momento de desorientación estratégica tras el fin de la confrontación bipolar y cuando las costuras del statu quo impuesto por Londres y París, primero, y Washington, después, mostraban abiertamente su insostenibilidad frente a unas sociedades árabo-musulmanas deseosas de librarse de gobernantes locales corruptos e ineficientes apoyados por Occidente- fue bien acogida tanto por gobiernos occidentales como por la OTAN y otros actores.

En lugar de analizar las causas estructurales que explicaban el descontento de la ciudadanía de esos países, se emprendió una huida hacia adelante que, para hacer más visible aún la supuesta maldad intrínseca del islam, optó por mezclar conceptos que todavía hoy se usan indebidamente. Así, se ha ido creando un estado de opinión que no suele distinguir entre una creencia religiosa (islamismo), una opción política concreta (el islamismo radical) y una expresión de violencia extrema (el terrorismo yihadista). Es cierto que de ese modo, metiendo a todo lo que se asociase a islam en un mismo saco y magnificando la importancia del nuevo enemigo, se logró sumar a muchos aliados occidentales temerosos de perder sus privilegios, pero a cambio se ha acentuado todavía más el antioccidentalismo de muchos ciudadanos de esos países, que se sienten señalados como enemigos por sus creencias o apuestas políticas, y se ha dificultado aún más la lucha contra la verdadera amenaza (el terrorismo yihadista), al robustecerla y al perder aliados tan necesarios como todos los islamistas que rechazan la violencia.

La incoherencia entre valores y principios e intereses. Aunque el discurso occidental parezca apostar por la defensa de valores y principios de supuesta validez universal, la realidad cotidiana muestra claramente que es la desnuda defensa de intereses lo que fundamenta sus relaciones con los países de identidad islámica. Intereses principalmente geoeconómicos, derivadosde la significativa dependencia energética de los hidrocarburos que muchos de ellos atesoran. La seguridad energética, en último término, lleva a creer en demasiadas ocasiones que existen atajos que nos pueden garantizar unos suministros tan vitales, a cambio de mirar para otro lado cuando nuestros interlocutores violan los derechos de sus propias poblaciones o quebrantan la ley internacional.

Si fuera necesario ejemplificar esta pauta general de comportamiento, no hay ningún caso tan patente como el que afecta al régimen saudí. No hay nada en su gestión interna que se acomode a los fundamentos propios de un Estado de derecho, mientras que en el terreno de la política exterior existen sobradas evidencias sobre su implicación en la financiación del terrorismo yihadista. Aun así, tanto Washington (principal suministrador de armas y primer sostén de su seguridad) como el resto de las capitales occidentales prefieren mantener la ficción de que la casa de los Saud es un “régimen árabe moderado”. Mientras no entendamos que la defensa de valores y principios es precisamente la mejor vía para defender nuestros intereses seguiremos reforzando a gobernantes impresentables y, de paso, alimentando el sentimiento antioccidental de poblaciones que desean librarse de sus propios gobernantes y que constatan que uno de sus principales puntos de apoyo para mantenerse en el poder es un Occidente que siempre prefiere “lo malo conocido”, ante el temor de que cualquier alternativa pretenda modificar un statu quo que nos resulta tan favorable desde hace décadas (sirva Egipto de ejemplo).

La persistencia de una visión aferrada al pasado. Lastrados por una visión de superioridad en la que se entremezclan resabios neocolonialistas y paternalistas, se constata una enorme resistencia occidental a aceptar la necesidad del cambio de paradigma en las relaciones con los países árabo-musulmanes. Un paradigma que, primero, provocó la división artificial de territorios para conformar Estados nacionales que no se correspondían con los deseos de las poblaciones locales, sino con los de las potencias europeas interesadas en aplicar una vez más el eterno principio de “divide y vencerás”. A continuación se apostó por líderes locales que estuvieran dispuestos a aceptar su papel subordinado en el juego (a cambio de disfrutar sin trabas externas de las riquezas que amasaran a espaldas de su propia ciudadanía), sin importar cuál era su nivel de compromiso democrático o su modelo de desarrollo nacional. En definitiva, se sacralizó un determinado statu quo que preservaba los privilegios occidentales en connivencia con unos gobernantes locales crecientemente fracasados y autoritarios, todo ello al margen de las expectativas y demandas de unas poblaciones que ya desde más de tres décadas crece a ritmos muy superiores al de las economías nacionales.

Es así -atados a un modelo que pudo haber sido útil en su momento, pero que hoy es ética y políticamente insostenible- cómo se explica la ambigüedad occidental (cuando no el rechazo apenas disimulado) ante la mal llamada “primavera árabe”. Las movilizaciones ciudadanas que han provocado la caída de cuatro dictadores árabes (aunque no han logrado, salvo en Túnez, encarar un cambio de sistema) y han activado a amplios colectivos en muchos otros Estados son el reflejo de fallas estructurales que cuestionan tanto a los gobiernos locales como al modelo de relaciones con Occidente. Ese caldo de cultivo -en el que confluyen deficiencias sociales, políticas y económicas que afectan a amplias capas de la población con la persistencia de dobles varas de medida a nivel internacional para juzgar la actuación de diferentes países (con Israel como referente)- ha sido muy bien aprovechado por el islamismo radical (ahí están para demostrarlo los resultados electorales de Hamás, Ennahda, los Hermanos Musulmanes y Justicia y Desarrollo entre tantos otros). Ese inusitado resurgimiento del islam político está provocando el pánico occidental, ante la posibilidad de encontrarse a corto plazo con nuevos interlocutores que no estén dispuestos a aceptar el papel subordinado que las potencias occidentales han reservado hasta hoy a los gobernantes del mundo árabo-musulmán.

Si no estamos dispuestos a aceptar el reto que supone la libre expresión de la ciudadanía árabe, además de incoherentes con nuestros propios postulados democráticos, estaremos adoptando una actitud suicida que solo augura mayores niveles de inestabilidad.

La sobredimensionada valoración de la amenaza. Las habituales y alarmistas declaraciones de nuestros gobernantes nos pueden hacer pensar que estamos en “guerra” contra el islamismo radical (confundiéndolo a menudo con el terrorismo yihadista) y que este último es la amenaza más importante de la agenda de seguridad mundial. Sin embargo, los análisis detallados sobre el problema siguen mostrando que, desde una perspectiva occidental, no está en condiciones de provocar el colapso de ningún Estado funcional ni de provocar grandes matanzas (comparados con muchas otras amenazas).

Es, por supuesto, una amenaza bien real, pero ni Al Qaeda ni Daesh ni ningún otro grupo yihadista tiene hoy la capacidad de subvertir el orden internacional y ni siquiera de sostener en el tiempo sus delirantes califatos. Por lo que respecta al número de víctimas mortales que provoca, las cifras acumuladas desde 2000 muestran que no más de un 5% de todos los atentados cometidos en el planeta han tenido como objetivo a ciudadanos occidentales. Conviene, por tanto, ponderar adecuadamente la gravedad del problema para no dejarse llevar por un alarmismo que, más bien, parece interesado en alimentar el temor generalizado en nuestras calles como mecanismo preferente para ir recortando progresivamente el marco de derechos y libertades que nos definen como sociedades abiertas (con la falsa promesa de mayor seguridad).

Los errores en la respuesta. Nada de esto significa que el problema que plantea el yihadismo no sea serio. Lo que interesa entender, como mero balance de la experiencia acumulada en este terreno, es que mientras la respuesta siga siendo cortoplacista y casi exclusivamente centrada en el protagonismo de los medios militares (ayer en Afganistán e Irak y hoy en Siria e Irak nuevamente, sin olvidar Malí, Somalia o Nigeria) no habrá modo alguno de resolverlo. Es obvio que llegados al punto de amenaza que hoy representa Daesh es necesario apelar a los instrumentos militares. Pero si esto no va acompañado en mayor medida de estrategias sociales, políticas y económicas, que atiendan a las causas estructurales que alimentan la radicalización y el yihadismo, lo máximo que se puede lograr es apenas ganar algún tiempo hasta que el peligro brote nuevamente, más reforzado y menos dispuesto a la negociación.

De nosotros depende elevar nuestro nivel de ambición, pasando de la mera gestión del problema a su resolución. Sabiendo, además, que nada garantiza el éxito del empeño.

España: es hora de volver

Publicado originalmente en politicaexterior.com

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La crisis ha dejado una España desdibujada como proyecto colectivo hacia dentro y hacia fuera. Ha llegado el momento de abandonar una política exterior basada en la minimización de riesgos y de costes.

España se encamina hacia unas elecciones generales que, si las encuestas no se equivocan, muy probablemente pongan fin a toda una época regida por gobiernos monocolor, sustentados en amplias mayorías parlamentarias que han formulado y desarrollado la política exterior con considerable margen de autonomía. Aunque sea pronto para anticiparlos, es indudable que dichos cambios tendrán consecuencias sobre la política exterior y de seguridad de España. Esos cambios no se refieren solo a una posible nueva orientación en los parámetros básicos de nuestra posición internacional. Al fin y al cabo, las encuestas muestran que, con independencia de quién gobierne y con quién lo haga, es muy improbable que exista una mayoría parlamentaria con capacidad o voluntad de cuestionar el amplio consenso europeísta y atlántico que ha marcado la política exterior española en las tres últimas décadas.

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