Un pequeño rincón de Europa. La decadencia.

Suben las temperaturas y comenzamos a viajar por nuestra geografía, antes nacional y ahora moderna y europea, siguiendo las recomendaciones de añejas guías de viaje como: Somos únicos, Como lo nuestro, nada y Qué lindo es mi pueblo. Y nos encontramos sorpresas...

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Lo que más me impresionó, lo que más, lo que más, y eso que el pueblo tiene cosas lindas, porque las tiene, qué caramba, pero lo que más, lo que más, lo que más, hasta el punto de que llevo días dándole vueltas, fue el plato de almejas sobre la barra del bareto pegado a la muralla. Deduje que eran almejas por el tamaño de las conchas, porque estaban cubiertas de una extraña salsa, no amarilla, sino amarillenta, para ser preciso. Debían haber sido cocinadas a primera hora de la mañana, eran las ocho de la tarde y allí estaban, sobrevoladas por moscas y otros dípteros. Si alguien se atrevió a degustar los moluscos bivalvos al término de la jornada, seguramente apareció unos días más tarde en las páginas del diario local como fallecido en medio de una horrorosa agonía. Porque aquello no podía causar una intoxicación mediana, sino la muerte, directamente, en medio de horribles dolores medievales. Qué pena. Moluscos recogidos con esmero, transportados seguramente de manera cuidadosa manteniendo la cadena de frío para terminar de esa manera.

En el lusitano y vecino país, tan ignorado como despreciado muchas veces, el local habría sido cerrado hace años.

El bareto era, por lo que vi después, una buena representación del pueblo, con las paredes cubiertas de mugre y grasa, botellas añejas, precios de platos, chuches para los infantes y los habituales billetes de lotería. En el mostrador, sin cubrir, se acumulaban otra larga serie de productos presumiblemente tóxicos, bocadillos, montados y pinchos de varias especies, todas ellas grasientas y de oscura apariencia. Todo muy medieval, ya digo.

Según se entraba, a la derecha, un grupo de paisanos, botellín en mano, se ve que curados de espanto o con la flora bacteriana intestinal adaptada al local, que para eso la madre naturaleza es sabia, contemplaban con enorme atención la corrida de toros que pasaban por la tele. Sentados, frente al aparato, tres gordos de mediana edad, redondos más que gordos, dos señores y una señora, cubiertos con camisetas multicolores donde se podía leer en la espalda un enigmático Paco 10, contemplaban también con deleite la sangre que chorreaba por el lomo del astado.

Lo segundo que más me impresionó, y ya digo que el pueblo tiene cosas lindas, fueron las farolas. Debían tener cuatro o cinco décadas. Debían ser malas de origen o no se habían protegido lo suficiente, de manera que estaban cubiertas todas por una espesa capa de óxido. No es que fueran marrones. No, era óxido. El Ayuntamiento de la noble villa debe anda mal de tesorería y no habrá podido dar una mano de pintura a los báculos. De manera que al pasear por el pueblo, notabas una cierta inquietud, un no se qué interior, porque sentías que en cualquier momento alguna de aquellas lámparas se te podía venir encima.

Había acudido a la noble villa para ver el castillo, ¡qué caramba!, uno de los más importantes de nuestra geografía patria. Hermosas almenas coronadas por ladrillo mudéjar, una muy esbelta torre del homenaje que sería la envidia de arquitectos contemporáneos, un foso enorme y arcos que puedes ver solo en las termas de Caracalla. La verdad es que la visita al castillo merece un detour, como dice la afamada guía de viajes francesa. Pero nada más ver el castillo, más vale seguir el detour y largarse.

Porque si entras en el pueblo podrás comprobar los destrozos causados por las últimas décadas del llamado “desarrollo”. Las casas, que debían ser sencillas, enfoscadas y cubiertas con teja romana, fueron sustituidas por malas, malísimas copias de los casoplones que vemos en las series de la tele. Como en otros lugares de la geografía peninsular, el ladrillo imitación piel de tigre y el color Siena, más que Siena, pimentón de la Vera, las maravillosas puertas de aluminio dorado, las puertas de las casas modelo rebaja de Leroy Merlin, los canalones de plástico, los balcones apirindolados, lo han invadido todo. Ah. Ah, no. ¡Aaggggg!, y los omnipresentes halcones y leones de escayola que coronan las entradas de la valla. Seguro que el emprendedor, los emprendedores o las emprendedoras que llenaron la geografía nacional de halcones y leones se hicieron con una fortuna, no como la del señor de Ponferrada recriado en Galicia, pero parecida. Unos superventas, oiga.

Pero no desistí y tras visitar el castillo me dirigí, siguiendo la ruta turística indicada por el muy noble Ayuntamiento, al monumento número dos, una torre que creo que estaba algo más al norte. La encuentro y cuando voy a leer el comentario que debió esta sobre un plinto de cemento, me encuentro con que debió desaparecer hace años. ¿Época? ¿Estilo? Misterio. El polvo y la suciedad cubren el cemento donde un día debió estar el panel informativo. Seguro que el Ayuntamiento, tan sacudido como otros por la crisis que nos conmueve, no tiene dinero para reponerla. Pena.

Cruzo el pueblo entre canaletas de plástico, casas abandonadas, carteles de Se Vende y me topo frente a los restos de la muralla con el busto de un señor mal encarado, mal modelado y fundido en bronce coronado por unas hojillas, más de perejil que de laurel, que al parecer, fue alguien importantes in illo témpore. Creo que se llamaba Marianus Primus o Ignatius Tertius, no lo recuerdo muy bien, porque estaba conmocionado ante tamaño busto y el pilarcico de piedrecicas sobre el que habían colocado tan insigne cabeza. Me turbó también un cartel informativo, este impecable, a todo color, donde constaba que la cosa había sido pagada con aportaciones del Ayuntamiento, la Diputación, la Comunidad Autónoma, la Caja de Ahorros y hasta de los Fondos europeos.

Turbado por tantas emociones me fui carretera abajo, hacia el río y hete aquí que junto al arcén, cubierto de botellas de plástico, latas de refrescos de bebidas varias, colas, naranjadas, tónicas e isotónicas, me encuentro con una I, un punto informativo, sin panel, claro, y veo un agujero que sale de la tierra y deduzco que debe ser el punto de interés cultural número cinco, la vieja cloaca romana. Más que interesante, es fascinante pensar cómo aquellas mentes pensaban en la salubridad pública. Entonces. Ahora, parece que menos.

Fascinado por la vista de la hermosa corriente de agua que surca la árida meseta, que diría un cronista local, crecida por las recientes lluvias, lindo lugar, caramba, cruzo el puente y me encuentro con un cartelico en el que se indica que a unos metros hay una casa romana y que la visita es ¡gratuita!

A unos metros, efectivamente, encuentro una formidable estructura metálica, modelo cubierta para para ganado vacuno, y por debajo creo ver una hilera de piedras. Si, aquí debió haber un impluvium y por allá un compluvium. Busco información y vuelvo a encontrarme un basamento de piedra donde una vez debió haber una placa informativa, desaparecida, previsiblemente, hace años.

Sigo mi camino de vuelta al castillo y me encuentro un hermoso centro cultural, neomudéjar. Un recio pabellón central y dos alas laterales. Frente a la puerta hay un cartelón que debió reflejar la programación. Debía estar pintado de negro, creo, y hoy aparece oxidado. Por las hierbas que hay frente a la puerta, anudada con un férreo candado, se nota que hace tiempo que la gente no pisa por aquí.

Paso otra vez por delante del bareto y veo a los paisanos que siguen con sus botellines en la mano. Lo dicho, la adaptación al medio, una correcta flora intestinal, permite la supervivencia de las especies.

En un árbol veo un pequeño cartel convocando a una discusión en torno a la negociación Unión Europa-Estados Unidos sobre el TTIP. Va a arruinar nuestra agricultura, dice el titular. Bien por la iniciativa. Pero pienso que también podrían convocar alguna reunión sobre el estado del pueblo porque puede que para cuando llegue a aplicarse el funesto Tratado comercial no quede por aquí nadie, víctimas de la desidia o de la disentería amebiana. Leía hoy en el periódico regional que la mitad de los jóvenes de la zona piensan labrarse un futuro lejos de aquí.

  

Salgo del pueblo y veo una casa rural, cerrada a cal y canto y eso que en la gran ciudad cercana hay puente y los lugares del entorno están llenos. Paro un momento el coche y leo en una desvaída pizarra escrita con tiza la oferta de carnes a la brasa, morcillas y comida rotunda de la comarca. Al menos, en la carta no había...almejas.

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